EL HECHO Y EL DERECHO.
Hay una diferencia bastante importante entre estar en posesión de algo y se propietario de ese algo. Si voy a una tienda de ropa y me pruebo unos pantalones en el probador para ver cómo me sientan, poseo de hecho los pantalones en ese momento. Y, sin embargo, hasta que no pose por caja y pague, esos pantalones no serán mi propiedad de derecho. Ser propietario es algo así como tener un título, un documento que acredita que yo soy el legítimo propietario de un determinado objeto. Un ladrón que se lleva de algún modo una prenda de la tienda será su poseedor, pero no su propietario, porque no puede mostrar una factura que le convierta en propietario de esa prenda.
Hay también una diferencia bastante importante entre estar en un país y tener la nacionalidad de ese país. Si un inmigrante subsahariano llega en una patera hasta las costas de la península Ibérica buscando escapar de la miseria que vive en su país, estará en ese momento de hecho en España. Pero hasta que no cumpla una serie de condiciones (como tener un progenitor español o permanecer en el país de manera legal y continuada durante al menos diez años), no será un ciudadano español de derecho. Tener la nacionalidad española es también algo así como tener un título que acredita como ciudadano del Reino de España. Una persona que viva en España más tiempo del que le permite su visado de turista, como tristemente saben muchos inmigrantes sin papeles, será un habitante de España, pero no un ciudadano español, pues no podrá mostrar un pasaporte que lo acredite como tal.
También hay una gran diferencia entre amar con locura a una persona y estar casado con esa persona. Puedo conocer a un chico maravillosos, enamorarnos locamente y pasar a vivir de hecho juntos en el mismo piso. Pero si no acudimos a un juzgado y firmamos un documento ante un juez en presencia de unos testigos, no estaremos casados de derecho. También el matrimonio es algo que no puede verificarse sólo comprobando que dos personas viven juntas y se quieren mucho, sino a través de una especie de título que acredita ante el Estado que hay una cierta relación entre dos sujetos. Dos personas que pasen juntas toda la vida podrán ser la pareja más bonita del mundo, pero no estarán casadas, al faltarles un certificado de matrimonio.
Las palabras “poseedor”, “habitante” y “pareja” se refieren a hechos. Las palabras “propietario”, “ciudadano” y “matrimonio” se refieren a derechos. Podemos comprobar con nuestros sentidos, mirando directamente al mundo, que ciertos hechos son verdaderos. Pero para saber si se tiene derecho a algo, no me basta con observar qué tienen las manos de una persona, a qué labios se dirigen sus besos y en qué tierras están a sus pies. No tiene sentido mirar a esa persona, a las cosas que estén en sus manos o a los lugares en los que esté, para saber si tiene derecho a algo, porque a donde hay que mirar es a otro sitio: a los documentos que acreditan cierta relación legal que tiene esa persona con esas otras personas, lugares o cosas.
Esos papeles que nos permiten distinguir entre los hechos y los derechos dicen que se cumplen las condiciones establecidas por las leyes de un Estado para que un habitante se vuelva un ciudadano, una pareja se vuelva matrimonio y un poseedor se vuelva propietario. Por eso, para saber qué son los derechos tendremos que saber qué es eso de las leyes de un Estado.
LAS LEYES CIENTÍFICAS Y LAS LEYES JURÍDICAS.
Si tomamos el ejemplo de los derechos de propiedad, esos documentos no describirán quién está de hecho en posesión de una cosa, sino que prescribirán quién- conforme a las leyes de ese Estado- tiene la capacidad de decidir qué se hace con ella. Describir es algo que se puede hacer usando nuestros sentidos y diciendo qué es lo que hay. Para prescribir, en cambio, no nos basta con la información que nos llega por nuestros sentidos, pues prescribir es decir qué es lo que debe hacer. Un propietario no es quien de hecho tiene algo, sino aquel que debe tenerlo según las leyes, es decir, la persona a la que se reconoce la capacidad de decidir qué se hace con esa cosa. Esa capacidad es algo que no podemos percibir al observar a alguien. Y como los hechos son las cosas que vemos con los sentidos, podemos llegar a la conclusión de que en esos documentos no encontraremos una recopilación de los hechos.
Si los derechos sólo fuesen una manera de poner pomposamente por escrito los hechos, nos encontraríamos con situaciones extrañísimas. Según fuese pasando un objeto de mano en mano, habría que estar cambiando sin parar lo que pone en los documentos que certifican la propiedad. Y cuando nos fuésemos de viaje por el mundo, iríamos pasando de una nacionalidad a otra según fuésemos cambiando de país. ¿Qué nacionalidad tendría una persona que estuviese justo en la frontera entre Francia e Italia? ¿Tendría doble nacionalidad? ¿O tendría media nacionalidad de cada país? ¿Iría siendo cada vez más francés según su cuerpo se fuese inclinando hacia la zona francesa de la frontera? Y, si cada vez que mis labios se posasen sobre los de otra persona me estuviese casando con esa persona, ¿por cuántos matrimonios habría pasado ya a lo largo de mi vida? No, el derecho no puede ser un informe de todo lo que pasa de hecho. Para explicar cómo son los hechos y cuáles son las leyes que los explican, ya están las ciencias. Y por muchos estudios científicos que se le hagan a un cuerpo, nunca se encontrará en él una característica que indique que es cuerpo debe ser de nacionalidad española o que debe ser “propietario de un piso en la plaza de Lavapiés”.
Pero, del mismo modo que las leyes científicas explican cómo son los hechos, hay también leyes jurídicas (es decir, leyes del derecho) que prescriben cómo deben ser esos hechos. Utilizamos la misma palabra, la palabra “ley”, para hablar de la ciencia y del derecho. Y si lo característico de las leyes, como sabemos, es que valen para todos los casos, estas leyes jurídicas tendrían también que valer para todos los casos de aquello a lo que se refieran. La ley científica de gravitación es válida para todas las masas y no hay, por eso, un solo pedazo de materia que no se vea atraído por otro con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Si en el derecho también hay leyes, tendrán que ser, entonces, tan universales (es decir, válidas para todos los casos) como esta ley científica.
Sin embargo, los hechos no siempre coinciden con lo que estas leyes jurídicas les prescriben que deben hacer. Hay, por ejemplo, una ley jurídica que prescribe que ningún vehículo debe circular a más de 120 km/h por una autopista y todos hemos visto alguna vez un vehículo que supera esa velocidad. ¿No significa esto que las leyes del derecho no son universales y que las únicas verdaderas leyes universales son las de la ciencia? ¿Cómo va a ser universal una ley que en algunos casos se cumple y en otros no?
En realidad sucede que las leyes jurídicas también son universales, aunque son universales de otra manera. En ellas se trata de una universalidad de lo que debe ser, no de una universalidad de lo que hay. Es verdad que algunos vehículos circulan de hecho a más velocidad, pero también es verdad que todos los vehículos deberían, según la norma, respetar ese límite de velocidad. La universalidad en esta ley quiere decir que todos los vehículos por igual deben actuar según esta regla determinada, es decir, que no debe haber vehículos privilegiados que puedan saltarse esta norma. Por eso, el hecho de que algunos vehículos superen este límite de velocidad no hace que estas leyes sean menos universales. Esta ley jurídica sólo dejaría de ser universal si estableciera, por ejemplo, que los coches de los altos deben circular a 80km/h, mientras que los de los bajos deben hacerlo a 120km/h. Una ley científica deja de ser universal (y, por tanto, deja de ser ley) cuando un solo hecho no se produce como ella describe. Una ley jurídica deja de ser universal (y, por tanto, de ser ley) cuando prescribe que un grupo de individuos debe hacer una cosa y otro grupo de individuos, que se encuentra en las mismas condiciones que el anterior, debe hacer otra cosa.
OBLIGACIÓN JURÍDICA Y DEBER MORAL.
Una vez distinguidas estas dos esferas (la esfera de las leyes que describen el mundo y la de aquellas que prescriben cómo éste debe ser) no podemos olvidar una segunda distinción. Dentro de la esfera de las leyes que prescriben cómo debe ser el mundo, también hay dos órdenes de leyes completamente distintas. Por una parte, nos encontramos con las leyes positivas (aquí positivo no se refiere a ninguna valoración; positivo es lo que se refiere a hechos, a la experiencia, a la realidad efectiva), jurídicas: las leyes de un país. Ahora bien ¿son éstas las únicas leyes que dicen cómo debe ser el mundo?
Una ley positiva, es decir, una ley realmente existente, vigente, puede mandar cosas muy distintas. De hecho, en un país las leyes pueden prescribir cosas contradictorias respecto a lo que prescriben esas mismas leyes en otros países. A veces incluso dentro de un mismo cuerpo jurídico hay contradicciones o lagunas. En general, las leyes positivas pueden prescribir cosas injustas, como, por ejemplo, que hay que exterminar a los judíos o expulsar a los gitanos precisamente por ser gitanos. Por lo tanto, es imprescindible tener en cuenta que las leyes positivas deberían ser materializaciones de las leyes de la razón práctica, de las leyes de la moral. La razón práctica es la “ley de las leyes”, aquella instancia desde la cual es posible corregir las leyes positivas. El imperativo categórico (trata a los demás seres humanos como quieres que te traten a ti, es decir, todos debemos ser tratados como fines, nunca medios) es la cristalización de esa ley de leyes que supone un principio negativo de crítica permanente e las leyes positivas.
Así pues, por un lado la ley de la razón práctica no tiene ninguna eficacia sobre el mundo real si no se plasma en leyes reales, leyes positivas que ordenen realmente el mundo, desde un cuerpo jurídico concreto capaz de imponer dichas leyes coactivamente. Pero, por otro lado, sin conservar esa ley de la razón práctica como lugar desde el cual corregir las leyes, nos encontraríamos con que cualquier ley positiva, por injusta que fuese, por el mero hecho de estar escrita en algún cuerpo jurídico, tendría validez. La tarea del derecho es aplicar las leyes positivas. La labor de la política es trabajar por que las leyes positivas vayan quedando incesantemente corregidas por la ley de la razón práctica.
Conviene, pues, distinguir entre los deberes morales (o mandatos de la razón práctica) y las obligaciones jurídicas (o prescripciones del cuerpo jurídico de un Estado).
¿CÓMO DEBE SER EL DERECHO?
El derecho nos dice cómo deben ser las cosas, pero ¿quién nos dice cómo debe ser derecho? ¿qué debería prescribir y qué debería prohibir? Esta pregunta encierra el problema con el que nos encontramos a diario al utilizar la palabra “derecho” en dos sentidos distintos. Ciertamente, hay un sentido de la palabra “derecho· en el que, por ejemplo, un inmigrante sin papeles “no tiene derecho” a residir en territorio español (pues las disposiciones legales, la policía y el conjunto de la administración del Estado se lo impiden). Sin embargo, hay otro sentido en el que cabe decir, por ejemplo, que “no hay derecho” a que el dinero y las mercancías puedan circular libremente por el mundo, mientras que las personas no puedan hacerlo. Del mismo modo, los representantes del derecho “real” o “positivo” garantizan a cada uno la riqueza de la que es titular, pero, en otro sentido, cabe decir que “no hay derecho” a que las 50 personas más ricas del mundo acumulen más de un billón de dólares mientras la mitad de la población mundial subsiste con menos de 2 dólares diarios. Y seguiría teniendo algún sentido decir que “no hay derecho” incluso si todos los códigos penales del mundo se encargaran de garantizar que sí lo hay.
Esta diferencia puede verse más clara si pensamos, por ejemplo, en las leyes del nazismo. En ese ordenamiento jurídico los judíos debían ser expropiados, los homosexuales, debían ser perseguidos y los comunistas debían ser encarcelados. Las leyes prescribían que las cosas debían ser así, pero ¿debían ser así las leyes?
Así pues, las leyes no se justifican a sí mismas por el mero hecho de estar escritas en códigos y contar con el respaldo de los jueces y la policía para hacerlas cumplir. Las leyes deben, además de eso, ser leyes razonables.
Pero, ¿quién decide qué leyes son razonables y cuáles no? ¿Puede haber alguien que tenga más derecho a hablar en nombre de la razón que cualquier otro? ¿Podemos encontrar portavoces tan privilegiados de la razón que deba convertirse en ley cualquier cosa que prescriban? ¿Por qué debería yo estar obligado a hacer lo que a otro le parezca razonable en vez de, al revés, estar el otro obligado a hacer lo que considere razonable yo? ¿No tenemos todos por igual la posibilidad de reclamar que la razón está de nuestra parte? ¿No tenemos todos, en ese sentido, el mismo derecho a establecer leyes?
Ahora bien, precisamente porque todos somos legisladores con el mismo derecho, lo primero que debe hacer el derecho es impedir del modo más radical que nadie en particular pueda imponer coactivamente a todos los demás lo que a él en concreto le parezca más razonable. Es decir, lo primero que debe garantizar el derecho es que ningún particular pueda imponer con carácter general cómo se debe pensar, qué se debe hacer y cómo se debe vivir. En este sentido, nos encontramos ya con un “deber ser” del derecho, pero un tanto paradójico: lo primero que debe imponer es, precisamente, la ausencia radical de contenidos obligatorios para todos. Pero eso no implica en absoluto la ausencia de exigencias de la razón: precisamente porque nadie tiene derecho a imponer a otro cómo pensar, qué hacer o cómo vivir, es necesario un ordenamiento jurídico que garantice la libertad de todos para perseguir los fines que cada uno considere más oportunos, es decir, que garantice la compatibilidad de la libertad de cada uno con la de todos los demás según leyes universales.
Esto es, en definitiva, lo que establece el principio universal del derecho que funciona como guía última de lo que éste debe ser. En efecto, tal como señala Kant, un ordenamiento jurídico constituirá propiamente un sistema de derecho en la medida en que las normas busquen establecer “el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad”. En este sentido, cualquier ordenamiento jurídico debería ser ante todo la explicitación de esa gramática de la libertad.
DERECHO Y POLÍTICA.
Esta “gramática de la libertad” es, pues, la brújula para toda producción de verdaderas leyes. Es una especie de patrón de medida, independiente de cualquier código de derecho concreto, que sirve, precisamente, para juzgar las leyes existentes y orientar la producción de leyes nuevas. Así, a partir de este “principio universal” cobra sentido la diferencia entre lo que el derecho es y lo que debe ser. En efecto, gracias a este principio cobra sentido decir que la libertad de movimientos de las personas o el derecho a la subsistencia deberían estar garantizados (aunque no lo estén). Algo falla cuando las leyes se convierten en un depósito de privilegios para los ciudadanos de los países ricos (frente a los de los países pobres) o cuando no garantizan ni siquiera el soporte material de todos los derechos (la propis subsistencia), pero eso que falla en el derecho sólo puede ser diagnosticado a través de la comparación con algún principio que, precisamente, no es el código de ningún país.
Ahora bien, no es nada fácil concretar esa gramática de la libertad en leyes, normativas, estatutos, reglamentos, directrices, ordenanzas, circulares, etc. No siempre es fácil saber cuándo las leyes responden a ese principio y cuándo no. Ciertamente, hay ocasiones en las que la cuestión no es nítida. En efecto, hay veces en que los ordenamientos jurídicos se plantean de un modo expreso en contra de la idea de derecho. Por ejemplo, durante toda la dictadura franquista, la prohibición del divorcio, de los métodos anticonceptivos o del aborto se planteaba de un modo explícito contra el derecho de las mujeres a disponer libremente de su propio cuerpo y, en general, contra su derecho a reclamar autonomía respecto al padre, el marido o el Estado. En este sentido, el régimen franquista ni siquiera pretendía estar codificando esa gramática de la libertad que se recoge en el principio universal del derecho.
Sin embargo, en la mayor parte de los casos, todas las posibilidades jurídicas (alternativas y excluyentes entre sí) se defienden en nombre del derecho y la libertad. Así, por ejemplo, la misma negativa a reconocer el derecho al aborto tiende a presentarse ahora como un conflicto entre el “derecho” de la mujer y el “derecho” a la vida del no nacido( es decir, como un conflicto entre derechos y no simplemente como el rechazo a que las mujeres dispongan de su propio cuerpo en libertad). Y, así planteada, la cuestión ya no tiene una respuesta automática y mecánica en clave de derecho. Por el contrario, siempre que una dificultad se plantea en términos de conflicto entre derechos- por ejemplo, el conflicto entre el derecho de los ciudadanos y las ciudadanas a disponer de una vivienda digna y la libertad de los propietarios para dejar sus casa vacías; el derecho de los trabajadores y trabajadoras a tener un empleo y la libertad de los empresarios para contratar o despedir; la libertad de los amigos para divertirse en la calle y el derecho de los vecinos a descansar por la noche, etc.-, se impone la necesidad de tomar una decisión política respecto a cómo se codifica y se concreta en cada caso esa gramática de la libertad.
De este modo, la política tiene la tarea de decidir cómo se traslada aquel principio universal del derecho a los códigos concretos. En efecto, no da igual que se permita o que se prohíba el aborto, beber en la calle, la especulación inmobiliaria o el despido libre y gratuito, pero en todos los casos la decisión se tomará en nombre del derecho y la libertad (de la mujer o de los fetos, de los amigos o de los vecinos, de los ciudadanos sin vivienda o de los propietarios, de los trabajadores o de los empresarios). ¿Significa esto que en nombre del derecho se puede hacer cualquier cosa en absoluto? Evidentemente, no. Pero sí significa que decidir cómo se concreta aquel principio universal del derecho es una tarea complicada que implica mucha discusión, intensa negociaciones, conflictos de intereses, relaciones de poder, capacidad de convencer a la ciudadanía, argumentos, propaganda…etc. Todas estas son, en definitiva, las tareas para las que se requiere organización política.
En este sentido, uno puede intentar pasar de la política, pero la política nunca pasa de uno: la actividad política cristaliza de todos modos en leyes de obligado cumplimiento.
AL DERECHO NO LE IMPORTAN LAS INTENCIONES.
Las leyes jurídicas, por tanto, no establecen cómo son los hechos, sino cómo deben ser (en sentido jurídico) los hechos. Y es importante fijarse en que lo que dicen estas leyes es justamente cómo deben ser los hechos, pero no dicen nada acerca de cómo deban ser las intenciones de las personas responsables. Al derecho las intenciones de las personas no le importan lo más mínimo. Para entender mejor qué quiere decir esto, veamos un ejemplo:
Dos señores entran en la tienda de móviles de una viejecita medio ciega. Encima del mostrador hay un móvil último modelo sin ningún dispositivo de seguridad que impida el robo. Los dos señores observan el móvil, se mueren de ganas de tener un móvil como éste y no lo roban. Supongamos que cada uno de ellos tiene unos motivos distintos para esto último: el primero no lo roba porque cree que está mal robar a las viejecitas y piensa que quizá la viejecita necesita el dinero de la venta del móvil para sobrevivir. El segundo no roba porque teme que si lo hace lo acabará pillando la policía y tendrá que pagar una buena multa por el robo, por lo que cree que, egoístamente, le conviene más ahorrar dinero y conseguir un nuevo móvil de manera legal.
Si tuviésemos que decidir cuál de los dos nos paree mejor persona, no tendríamos ninguna duda en afirmar que el primero. Y si nos preguntasen cuál de los dos nos parece una persona éticamente más integra, también preferiríamos sin dudarlo al primero. Pero si tenemos que decidir a cuál de los dos el Estado debe premiar o castigar por su acción, no podemos decir que ninguno de los dos sea preferible al otro. El primer señor es una persona íntegra que se pone en el lugar de los demás antes de actuar, mientras que el segundo es un insensible que sólo porque, además, es un cobarde, obedece las leyes. Es verdad. Pero lo dos externamente han hecho exactamente lo mismo. A fin de cuentas, ninguno de los dos ha robado nada. Podríamos pensar que esto es en el fondo una tontería, porque la intención es lo que cuenta y, si recompensamos o premiamos sólo por los comportamientos externos estaríamos de alguna manera premiando la hipocresía. Pero es que, cuando se trata del derecho, la intención es lo que no cuenta. Esto es lo que diferencia al derecho de la ética, pues el que juzga éticamente a otro lo que está evaluando son las buenas o malas intenciones de las acciones mientras que el que juzga jurídicamente sólo evalúa los hechos externamente observables.
Esto se debe a que conocer en sentido estricto sólo podemos llegar a conocer las cosas que nos llegan a los sentidos. Por eso, las intenciones de las personas nunca las conocemos, porque no podemos escuchar las ganas de matar de un asesino, no podemos mirar el ansia de estafar de un especulador, no podemos palpar los deseos de engañar de un timador. Lo único que podemos ver son cuchillos que atraviesan la carne, cuentas bancarias llenas de dinero o personas huyendo de la escena del crimen. Si el derecho juzgase las intenciones de las personas y no sus acciones observables, se abriría la peligrosísima posibilidad de que se premiase o se castigase a las personas según lo que interpretase un juez que eran las intenciones de esa persona. ¿No tenderían los jueces homófobos a interpretar intenciones perversas en todas las acciones llevadas a cabo por homosexuales? ¿No tenderían los jueces racistas a interpretar intenciones violentas en las acciones llevadas a cabo por inmigrantes subsaharianos? El problema es que “interpretar” no es lo mismo que “conocer” y cuando se trata de asuntos tan graves como meter en la cárcel a una persona no podemos orientarnos por interpretaciones, sino sólo por lo que es externamente observable. Nada sería tan despótico, tan totalitario, como que un juez pretendiera tener acceso directo a la interioridad de las personas, que pretendiera ser capaz de ver el fondo de los corazones de los demás.
Lo único que tiene que ver con las intenciones, y que sí le importa al derecho, es que las acciones observables de las personas que juzga hayan sido verdaderas acciones y no movimientos, es decir, que sean acciones libres. Pero incluso para distinguir si un hecho realizado por una persona es un simple movimiento (gobernado sólo por las leyes de la naturaleza) o es una acción (que parte de la libertad), el derecho sólo puede basarse en las cosas que conoce con los sentidos. Imaginemos a una persona que ha matado a otra porque se lo ha ordenado un criminal que estaba en ese momento apuntando con una ametralladora a sus hijos. Parece claro que no podemos juzgar de la misma manera a esta persona que a otra que hubiese cometido un asesinato a sangre fría, pues no estaba en su intención asesinar a nadie, sino que lo único que le importaba era salvar a sus hijos. Pero sólo podemos decir que no ha sido una acción libre lo que ha llevado a cabo, sino un movimiento automático, porque hemos observado con nuestros sentidos una ametralladora apuntando a sus hijos.
Podemos llegar, entonces, a una conclusión provisional acerca de qué es esto del derecho: el derecho son un conjunto de leyes que se refieren a hechos observables por medios de nuestros sentidos, pero que no se ven directamente en estos hechos que observamos. El derecho juzga hechos, pero no puede hacerlo mirando directamente a los hechos, sino que tiene que hacerlo indirectamente, a través de las leyes jurídicas universales. ¡Qué cosa más complicada!
LOS TIPOS JURÍDICOS.
Este camino indirecto que toma el derecho consiste en examinar cómo se reflejan los hechos en el espejo de las leyes jurídicas universales. Es como si siempre que percibiese un hecho con sus sentidos, el jurista le diese la espalda, sacase del bolsillo un mágico espejo de la universalidad jurídica y observase el reflejo que ese hecho produce en el espejo. Y lo que vería en ese espejo el que mirase con ojos jurídicos no son solamente las cosas, sino las cosas clasificadas según leyes jurídicas universales.
Pero como de momento no existen espejos como éste, lo que hace el derecho es usar distintas categorías (como “matrimonio”, “homicidio”, o “propiedad”) para clasificar las cosas, organizando los hechos que percibimos con los sentiros. Estas categorías se llaman tipos jurídicos. Un tipo jurídico es una descripción muy precisa de una clase de hechos, que permite distinguir qué es lo específicamente característicos de ellos que resulta interesante para el derecho. Por ejemplo, el Código Penal español dice que cae bajo el tipo jurídico “homicidio” todo “el que matare a otro”. Habrá muchísimas maneras distintas de matar (envenenando, acuchillando...), pero todas ellas acaban con la muerte de una persona y, por eso, todas ellas caen bajo el mismo tipo jurídico, el del homicidio. Pero si, además de acabar con la vida de alguien, esto se hiciese “con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido”, se caería bajo el tipo de “asesinato”.
Los tipos jurídicos tienen que estar muy bien definidos para que al percibir cualquier hecho podamos saber, sin ninguna duda, bajo qué tipo cae, distinguiéndolo así de todos los demás tipos. Por ello, el derecho debe ser un sistema de leyes en el que los tipos estén definidos de una manera tan precisa que ante cualquier hecho podamos decir sin ninguna duda bajo cuál cae. Estos tipos jurídicos son siempre universales porque no describen lugares, personas o cosas concretas, sino categorías generales de lugares, personas o cosas que ha de poder valer para todos los que se encuentren en las mismas condiciones. El tipo de “homicidio”, por ejemplo, se aplica a todos los que maten a alguien, no sólo a los que maten a alguien en Huesca; el tipo de “robo” se aplica a todos los que roben con violencia, no sólo a Carlitos, que es un bruto y me ha dado una patada al quitarme el móvil.
LO PROHIBIDO, LO PERMITIDO Y LO OBLIGATORIO.
De este modo, el derecho trata a los hechos siempre de una manera indirecta: nunca se lanza inmediatamente a ellos, sino que primero mira cómo se reflejan en las leyes, es decir, investiga bajo qué tipo jurídico caen. Sólo una vez que los hechos han sido tipificados (es decir, clasificados en tipos) responde el derecho. Pero una vez que los hechos han sido clasificados, estos tipos se clasifican, a su vez, en tres categorías más generales todavía: tipos prohibidos, tipos permitidos y tipos obligatorios. El tipo de “hurto”, por ejemplo, caería bajo la categoría general de “prohibido”; el tipo de “matrimonio” caería bajo la categoría de “permitido” para todos los mayores de edad; y el tipo de “portador de un documento de identificación” caería bajo la de “obligatorio” para todos los que se encuentren en territorio español.
Si el sistema de leyes que es el derecho fuera un enorme disco duro de ordenador, lo primero con lo que nos encontraríamos al abrirlo sería con tres carpetas llamadas “prohibido”, “permitido” y “obligatorio”. El trabajo de los legisladores, es decir, de los que hacen las leyes, consistiría, entonces, en diseñar todo este sistema de carpetas y subcarpetas. El trabajo de los jueces consistiría, en cambo, en decir en qué carpeta hay que meter los hechos concretos que nos encontramos en la realidad.
Las leyes no sólo sirven para tipificar los hechos, sino además señalan las respuestas que se han de dar a esos hechos. Sabemos que el derecho no puede penetrar nunca en el interior de las intenciones de las personas y eso significa, ahora, que la única manera que tiene el derecho de responder ante ciertos hechos es producir otros hechos nuevos. Por ejemplo, se responde a la violación del hecho obligatorio “portar un documento de identificación” produciendo el hecho “multa”; o se responde al hecho prohibido “asesinato” produciendo el hecho “cárcel”. El derecho es completamente incapaz de producir, como respuesta a un hecho, algún efecto en la conciencia de las personas como, por ejemplo, remordimientos. Por mucho que las leyes quisieran provocar remordimientos en un asesino, lo máximo que podrían hacer sería encerrar al criminal en una celda y confiar en que su soledad le llevase a la reflexión y al arrepentimiento. Pero si el criminal no se arrepiente, no hay manera jurídica(es decir, física, con medios sensibles) de llevarle a ello. Incluso si se le torturase de la manera más cruel, lo único que se conseguiría es adiestrar al criminal, como si fuese un perro, para que a partir de ese momento asociase sus crímenes con los tremendos dolores de las torturas. Pero su lo que se pretende es producir en el criminal ese malestar moral en la conciencia que llamamos “arrepentimiento” y no el servilismo de un perro, el derecho es completamente incapaz de hacerlo.
De este modo, las leyes no sólo contienen tipificaciones de los hechos, sino que también incluyen las respuestas tipificadas que ha de producir el Estado ante esos hechos; dichas respuestas podrán ser hechos positivos para el que haya cometido la acción (es decir, podrán ser premios) o hechos negativos(es decir, podrán ser también castigos)
EL ESTADO DE NATURALEZA Y EL ESTADO DE DERECHO.
Esta actitud jurídica ante los hechos del mundo, que estamos describiendo, es algo bastante poco natural. Imaginemos que María le da una patada a Sara y le quita el móvil. La repuesta natural de Sara ante esta agresión sería probablemente tirarse al cuello de María y empezar a darle bofetadas hasta que se lo devolviese. La respuesta jurídica, en cambio, consiste en denunciar la agresión ante las autoridades para que éstas clasifiquen este hecho bajo el tipo de “robo” y respondan con otro hecho tipificado, que podría ser una multa. Esto puede parecernos una manera muy artificial de comportarnos, pues en vez de hacer lo que directamente nos pide el cuerpo que hagamos, estaríamos dando un rodeo muy largo a través de leyes, tipos y jueces, para poder conseguir algo tan sencillo como que nos devuelvan lo que es nuestro.
Sara podría, por ejemplo, quejarse de que la ley que tipifica lo que le ha pasado como “robo” y que manda que la respuesta tipificada sea una multa, no capta bien su situación concreta. Podría pensar que las leyes, al tipificar los hechos bajo categorías universales, sólo observan lo que le ha pasado desde muy lejos y no tienen en cuenta importantísimos detalles del tipo de cómo de bruta es María, el cariño que le tenía al móvil que le habían regalado en Navidad o cuál es la situación concreta en su instituto. Y podría acabar llegando a la conclusión de que es mejor que cada uno responda a lo que le pasa de una manera más natural y directa, en vez de esperar a ver cómo se refleja la realidad en el espejo tipificador de las leyes.
El problema de las repuestas naturales consiste en que una parte bastante importante de la naturaleza de cada uno de nosotros nos lleva a responder a los hechos no de la manera más justa, sino de la manera más beneficiosa para nuestros intereses o pasiones particulares. Todos tenemos pasiones que nos llevan a privilegiar a nuestros amigos y a perjudicar a los que no nos can muy bien, con independencia de que se lo merezcan o no. Lo que no ocurre naturalmente es que los humanos amemos por igual a todo el resto de los seres humanos, sino que más bien tendemos a preferir y a tratar mejor a los que nos son más cercanos. Tendemos a pensar que los agravios contra nosotros son enormes, mientras que consideramos que los hechos con los que agraviamos a los demás son de poca importancia. Por eso, si no hubiese leyes jurídicas universales que ordenasen nuestras acciones, nos encontraríamos, más bien, en una situación de guerra de todos contra todos, en la que cada uno actuaría según sus pasiones particulares y no según lo que fuese más justo para todos. En una situación así, los más poderosos acabarían siendo los ganadores y el mundo acabarían siendo como los más fuertes quisieran que fuese. Pues bien, llamamos estado de naturaleza a una situación como ésta, en la que las acciones de los humanos no están gobernados por leyes de justicia válidas para todos, sino sonde los hechos están sólo configurados por el choque de las fuerzas que tiene cada uno para hacer las cosas a su manera.
Cuando los humanos están en estado de naturaleza se relacionan unos con otro sólo como fuerzas brutas que se enfrentan entre sí. En esta situación el modo de organizarse de la sociedad depende de qué individuos tengan más fuerza para imponer sus propios intereses y conseguir arrastrar así a los demás. La única ley que existe en el estado de naturaleza es la ley del más fuerte, que, en realidad, no es ninguna ley jurídica (pues no dice cómo deben ser las relaciones entre los humanos), sino una ley científica (pues dice sólo cómo de hecho son estas relaciones, describiendo cuál es el resultado de los choques de fuerza). Por el contrario, los humanos se encuentran en Estado de derecho cuando se relacionan unos con otros en función de leyes universales válidas para todos con independencia de las fuerzas particulares.
El estado de naturaleza y el Estado de derecho son dos estados distintos en los que pueden encontrarse las relaciones entre las personas. Del mismo modo que las moléculas de una determinada sustancia química pueden estar en estado sólido, líquido o gaseoso, los humanos podemos convivir en estado de naturaleza o en Estado de derecho. El estado de naturaleza se parece al estado gaseoso de la materia en el que cada molécula (es decir, cada individuo con sus fuerzas particulares) va tomando la posición que le permite su poder en constante movimiento, el Estado de derecho, en cambio, se parece más al estado sólido, ya que cada molécula humana tiene que someter sus fuerzas a la rigidez que le imponen unas leyes válidas para todos, teniendo que limitar sus acciones dentro de los márgenes que las leyes les han adjudicado. Así que en un Estado de derecho la libertad de las acciones de cada “molécula humana” tendrá que ser compatible con la libertad de las acciones del resto de las “moléculas humanas” según la forma sólida que le adjudican las leyes. Por eso, las acciones políticas que intentan poner la realidad en Estado de derecho son algo así como un gran refrigerador que intenta enfriar las relaciones de fuerzas para que tomen la forma sólida que les ha de corresponder jurídicamente.
De este modo, cuando los humanos se encuentran en Estado de derecho no pueden usar sus fuerzas como les venga en gana, sino que sólo pueden ejercerla de un modo que sea compatible con las fuerzas de los demás según lo que ordenan las leyes que los enlazan entre sí. Así, los más fuertes no pueden imponer al resto sus intereses particulares, sino que han de limitar el uso de sus fuerzas dentro de los límites estimados como justos por esas leyes universales válidas para todos. En el Estado de derecho lo que hay, entonces, es una especie de ley del más débil, pues en él la cantidad de fuerzas que tiene cada uno no le permite abusar de los que tienen una cantidad de fuerzas menor.
(Grupo Pandora. Filosofía y Ciudadanía. 1º de bachillerato. Editorial Akal.2011)